Malos tiempos para la lírica


Quién no encontraría ridículo empezar a construir un blog ahora que ya no está de moda escribir más de dos líneas. Existen otras maneras más concretas y eficaces de perder el tiempo; a mí me gusta esta. Tengo el único propósito de hablar de cualquier estupidez que me pase por la cabeza, así que escribiré con frecuencia, al ritmo incesante de mi insensatez. Todo lo que escriba aquí me lo ahorraré en psiquiatras. Y los psiquiatras se lo ahorrarán en benzodiacepinas. Pocas explicaciones más hacen falta para comprender la clase de individuo que soy.

¿Para qué habría de pedirte que te hagas una idea amable de mí, cuando yo mismo me considero un sinvergüenza? Lejos de ayudarme, el afecto compasivo refuerza mis vicios y alienta mis bajos instintos, que en suma son todos mis instintos. Tengo una deuda pendiente con la vanidad, ese odioso defecto de mi carácter que me ha impedido morir unas cuantas veces. La muy puñetera, seguro que sigue ahí, observándome como un perenquén sigiloso, deseosa de salvarme la vida de nuevo.

Jamás rehuiré el escándalo sopesando cada palabra y llenando las entradas de expresiones hueras y manidas para congraciarme con el colectivo de los guardabosques, el de los jugadores de pádel o el de los operadores telefónicos. Me comprometo a sembrar la polémica como concepto con valor en sí mismo. Helarte por helarte. En persona soy mucho más cruel.

Elegí el título de esta primera entrada como homenaje a mi añorado Germán Coppini. Y porque las vicisitudes y cabronadas de la vida nos enseñan el poco espacio que queda para sentirse melancólico y, por tanto, pleno de lirismo, en un mundo que nos obliga a manifestarnos felices con todas sus seducciones e irrechazables comodidades. La lírica no resulta pragmática ni, desde un punto de vista endocrinológico, sana.

¿Qué pinta en nuestras rutinas cargadas de prisas y brevedades? La mandamos al trastero y nos hacemos más prosaicos. Pero de una prosa inane, barata y tosca. Nada me molesta tanto como la forma vil en que arrastramos la existencia: se puede reptar con elegancia. Desde que sobra la poesía, faltan razones para quedarse asido a la inmundicia de las cosas: más valdría entregarse al viento purificador de la eternidad.

Añadamos algunas confesiones petulantes. No puedo permitirme la catástrofe de renunciar a la melaza con la que unto las hieles de la vida. Otros se consuelan con el fútbol nuestro de cada día, o con cualquier deleite de la televisión; yo, con la mermelada conceptual y la miel del verbo que se hace bollo para alimentar al hambriento de palabras reconfortantes. Una cabalgata de versos alivia las fatigas del viajero que persigue sueños inalcanzables, del caminante aquel que hace camino al andar. Una cabalgata de versos a veces guía mi camino en la penumbra de noches interminables y de días en los que el brillo del sol calcina hasta los carbones de mi oscura alma.

Tal vez me toque ir pronto a la fiesta de los maniquíes. Ojalá te encuentre allí, Germán, para cantar contigo:

Mi pequeña dama
dime cómo te encuentras,
acaso decepcionada
de verme muerto en la escena.
Yo quiero ser el guardián
de esas noches sin estrellas.
No demores tu tardanza
que te esperan, cenicienta.

Fiesta de los maniquíes,
no los toques, por favor...

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